Con su flor marchita, mirando al cielo.
Por qué las flores deben morir?
-Pregunto el pequeño.
Con su esposa marchita, mirando la tumba.
Por qué el hombre mata flores?
-Pregunto el adulto.
Flor de campo, como extraño tu dulce aroma, como extraño esos días de verano en el jardín de nuestro amor.
Mi pequeña flor, lo sé. Te he lastimado. Yo iluso, que lo único que hizo fue desgarrar tus raíces, llenas de sueños, sueños tuyos, míos, de los dos.
Cuantas veces me culpo yo, por respirar las dudas que el viento trajo hacia nosotros y no ver lo que teníamos alrededor, lo que estábamos viviendo. Amor. Cuantas veces me culpo por no mirarte cuando me decías que necesitabas ser regada todos los días y yo tan solo esperaba los días secos, de calor, cuando el sol no tenía piedad, para regarte. Y ya no con agua sino… con mis lágrimas, lágrimas de dolor por haberte descuidado. Cuanto me culpo, cuánto.
Y me pregunto. Será que la flor y su jardinero no debieron estar juntos? Será acaso que nuestro destino fue así? No. No lo creo. Yo fui. Y aún sigo pensando si fue mejor cortarme las manos yo, antes de haberte hecho daño.
Confuso, mi pequeña flor, siempre lo estuve, y confuso estoy ahora, mañana y siempre. Sin saber en realidad si lo que pasó fueron cosas de la naturaleza o mi mente humana te destruyo.
Y aquí en tu lecho de muerte, con tus raíces aun, comidas por el suelo te digo yo. Perdón, perdón mi pequeña flor.
Todos los días. Esperando que regrese tu aroma, tus sueños, yo. A ti. Mi pequeña. Mi pequeña flor.
Repetía cada año en aquella tumba el esposo que la “amaba” y a la vez maltrataba.
De niño, una flor.
De adulto, su esposa.
Ya no está la esposa, ya no está el mal tratador.
Y que ha cambiado?
La edad de la ira - La espera VIII - 1968 - Oswaldo Guayasamin |